Marx é freqüentemente considerado um teórico que se dedicou exclusivamente à economia. Mas o renomado socialista também era um democrata convicto.
La idea de que las instituciones democráticas no funcionan se está volviendo cada vez más común. Pero los socialistas democráticos de todo el mundo son conscientes de que el movimiento por un orden social más justo es indisociable del impulso hacia la democratización de nuestros sistemas políticos.
En todos lados, los problemas parecen ser los mismos: la influencia de las élites y de las empresas sobre los procesos de decisión, los poderes ejecutivos que prescinden de todo tipo de control popular, los representantes distantes e irresponsables. Nuestros sistemas políticos alienan cada vez más a aquellos que están sometidos a sus decisiones y amenazan con obstaculizar la labor de cualquier gobierno socialista que logre llegar al poder. Menos evidentes son los cambios concretos que serían capaces de revertir la situación.
En este sentido, los escritos políticos y jurídicos de Marx son una fuente que merece cierta atención. Esto tal vez sea una sorpresa para mucha gente, dado que suele considerarse a Marx como un pensador exclusivamente económico, que tiene poco para decir sobre el diseño de las constituciones y de las instituciones políticas.
Y es verdad que Marx nunca escribió nada semejante a una teoría constitucional propia. Pero este gran socialista fue también un demócrata convencido. Sus escritos plantean una crítica bien matizada del constitucionalismo liberal y del gobierno representativo, a la vez que bosquejan la forma que podrían adoptar las nuevas instituciones populares capaces de reemplazarlos.
Muchas de estas ideas —la necesidad de garantizar la responsabilidad de los representantes, la importancia del poder legislativo sobre el ejecutivo y la necesidad de una transformación popular más amplia de los órganos estatales, especialmente de la burocracia— fueron inspiradas por la experiencia de la Comuna de París, levantamiento obrero que tomó brevemente el poder de la ciudad francesa entre marzo y mayo de 1871. También empalmaban con una tradición radical de pensamiento político más antigua, que abarca a los cartistas británicos, a los demócratas franceses y a los antifederalistas estadounidenses (tradición que Karma Nabulsi, Stuart White y yo exploramos en nuestro próximo libro, Radical Republicanism).
Sería un error concebir las ideas de Marx como una guía de acción que debe aplicarse rígidamente. Sucede que sus escritos no entran en detalles (lo que no debería sorprender viniendo de alguien que se opone a escribir «recetas para las cocinas del futuro»), pero, en realidad, ningún pensador debería ser tratado como un repositorio fijo de verdades. Con todo, cuando abordamos el problema de la democratización de nuestras instituciones políticas, los escritos de Marx son una fuente importante.
A la vez, estos escritos nos brindan la oportunidad de recordar la centralidad que tiene la democracia en el proyecto socialista. No solo es cierto que la democracia es una precondición esencial para construir el socialismo, sino que nuestra motivación para democratizar el sistema político emana de la misma fuente que nuestro deseo de democratizar la economía: la gente debería controlar las estructuras y las fuerzas que definen sus vidas.
«El sufragio universal serviría al pueblo»
Marx creía que el sufragio universal era un prerrequisito del socialismo. En sus momentos de mayor optimismo, pensaba que su «resultado inevitable […] es la supremacía política de la clase obrera».
Pero estaba preocupado porque pensaba que el gobierno representativo, al conceder una gran discreción a los funcionarios cuando debían definir su conducta en los cuerpos legislativos, debilitaba el potencial emancipatorio del voto. Las elecciones regulares brindan a los votantes un poder de sanción importante (pueden optar por echar a las autoridades que tuvieron un mal desempeño), pero los representantes no están atados formalmente a la voluntad del electorado. Marx creía que esto creaba funcionarios irresponsables, más proclives a representar sus propios intereses corporativos que los de sus votantes.
Proponía distintos mecanismos para achicar la brecha entre representantes y representados, con especial énfasis en los mandatos revocables. De esa forma, los ciudadanos tendrían el poder de sancionar inmediatamente a los representantes, sin tener que esperar años hasta las próximas elecciones. Marx destacaba cómicamente que, si bien los patrones confían en el «sufragio individual» para «colocar a cada hombre en el puesto que le corresponde y, si alguna vez se equivocan, reparan su error con presteza», se horrorizan frente a la idea de que el sufragio universal debería garantizar un poder similar para los votantes.
Marx también apoyaba el «mandato imperativo», es decir, un modo de representación en el que los funcionarios electos tienen la obligación de respetar las directivas de sus votantes. De esta manera, los ciudadanos tienen una influencia directa en el proceso legislativo y evitan que los funcionarios electos incumplan sus promesas de campaña. Por último, Marx criticaba los mandatos parlamentarios demasiado largos y abogaba por realizar elecciones con mucha más frecuencia. Al comentar la reivindicación cartista de elecciones anuales, Marx notó que era una de las «condiciones sin las que el sufragio universal se convertiría en una mera ilusión para la clase obrera».
En conjunto, argumentaba Marx, estas medidas transformarían el sistema de gobierno representativo: «En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembro de la clase dominante malinterpretará al pueblo en el parlamento, el sufragio universal […] serviría al pueblo».
En la política contemporánea, la izquierda no siempre tiene tanto éxito como la derecha a la hora de estimular la indignación frente a esos representantes irresponsables y distantes. Boris Johnson y sus amigos de los medios lograron convertir efectivamente la bronca de los votantes, que querían abandonar la UE durante el Brexit, en un relato que enfrentaba al «pueblo contra el parlamento». En Italia, la derecha populista del Movimiento 5 Estrellas tuvo mucho éxito cuando atacó a los políticos corruptos y prometió implementar un mandato imperativo entre sus representantes y sus miembros. Esto hace que los liberales rechacen de forma apresurada las críticas contra el gobierno representativo y las contramedidas como el mandato imperativo, argumentando que se trata de políticas populistas inaceptables.
Pero sería un error que la izquierda le cediera este terreno a la derecha. Es cierto que las sugerencias de Marx no nos brindan una fórmula institucional precisa, pero deben formar parte de nuestro arsenal constitucional cuando nos planteamos la posibilidad de tener representantes responsables y de garantizar que la voz y el voto de los ciudadanos cuenten realmente.
Una crítica al ejecutivo
Apesar de sus dudas en cuanto a la democracia representativa, Marx pensaba que el poder legislativo era fundamental en toda política democrática. Elogiaba a la Comuna de París por haberles asignado a los miembros del consejo comunal puestos de tipo ministerial, en vez de crear un presidente y un gabinete separados de la legislatura.
Para Marx, el poder ejecutivo excesivo era todavía más peligroso que los representantes distantes y alejados del pueblo. Criticaba especialmente la Constitución francesa de 1848 (que fundó la Segunda República) y condenaba al documento por plantear la figura de un presidente, elegido directamente, que gozaba del derecho de absolver criminales, pasar por encima de los consejos locales y municipales, iniciar tratados extranjeros, y, más grave todavía, designar y despedir ministros sin consultar a la Asamblea Nacional. Marx insistía en que esto generaba un presidente con «todos los atributos de la realeza» y una legislatura que perdía «toda influencia real» sobre las funciones del Estado. La constitución, argumentaba, simplemente había reemplazado la «monarquía hereditaria» por una «monarquía electiva». Cabe mencionar que la constitución actual de Francia, adoptada en 1958 bajo el gobierno de Charles de Gaulle, fue diseñada específicamente para concentrar el poder en manos del ejecutivo (un legado recibido con entusiasmo por el presidente Emmanuel Macron).
Un motivo por el que Marx polemizaba con los ejecutivos poderosos era que escapaban al control, la supervisión y el escrutinio populares. También era consciente de la naturaleza personal del poder presidencial, con estos líderes que se presentaban como la «encarnación […] del espíritu nacional», en posesión de «una especie de derecho divino» concedido «por la gracia del pueblo».
En cualquier caso, los escritos de Marx nos recuerdan que no debemos confundir la crítica del parlamentarismo (la idea de que las autoridades electas son los protagonistas de los proyectos de reformas) con un ataque indiscriminado a los órganos legislativos en general. Sin duda, los parlamentos existentes dejan mucho que desear y plantean toda una serie de problemas organizativos que atañen a la relación entre el movimiento socialista en general y la representación socialista en el parlamento.
Pero la respuesta no puede pasar por abrazar el poder de las cortes y de los tribunales con el fin de defender y hacer avanzar ciertos objetivos progresistas, ni tampoco por poner a un socialista a cargo de un ejecutivo todopoderoso, es decir, abandonar por completo el plano de la representación legislativa. En el caso de Estados Unidos, por ejemplo, la legislatura es la más democrática de las tres ramas del Estado —no por nada los fundadores federalistas pusieron mucho ahínco en limitar sus poderes— y los socialistas democráticos deberían defenderla de toda intrusión judicial y ejecutiva.
Transformar la burocracia
Las ideas de Marx sobre la representación y la legislatura implicarían reformas serias y de largo alcance en el caso de la mayoría de los gobiernos representativos modernos. Pero es su perspectiva sobre la burocracia la que se aleja más radicalmente de los sistemas políticos con los que estamos familiarizados.
Marx buscaba transformar el Estado con el fin de posicionar a los trabajadores comunes en el corazón de la administración pública. Proponía abrir la burocracia estatal a elecciones competitivas y sujetarla a la misma posibilidad de revocación que los otros representantes. A ojos de Marx, esto convertiría un Estado concebido como un cuerpo separado y extraño, que somete a las personas, en un órgano realmente sometido al control de los ciudadanos. Transformaría a «los arrogantes amos del pueblo en sus servidores siempre revocables, una responsabilidad simulada en una responsabilidad real, pues actuarían bajo continua supervisión pública».
Estos comentarios empalmaban con la desconfianza —o incluso aversión— que Marx pregonó hacia los burócratas toda la vida (lo que no deja de ser irónico cuando se considera que suele asociarse su pensamiento con el estatismo burocrático). Los acusaba de ser una «casta educada», un «ejército de parásitos estatales», una clase de «sicofantes y sinecuristas bien pagados». Y sostenía que los «simples trabajadores» eran capaces de ejecutar las actividades de gobierno más «modesta, consciente y eficientemente» que sus supuestos «superiores naturales».
Evidentemente, la perspectiva de Marx es interesante. Con frecuencia, las personas comunes se ven sometidas a los caprichos de burócratas oficiosos, que las fuerzan a superar toda una serie de obstáculos irracionales para garantizar sus medios de existencia. Pero en una sociedad moderna y compleja, la concepción de Marx enfrentaría problemas muy complejos, como la falta de saber técnico y la seducción corporativa de gestores sin experiencia. Como mínimo, es difícil imaginar una burocracia realmente democrática sin una esfera económica que acompañe el proceso y garantice más tiempo libre para que las personas participen de la administración pública (y de las tareas que deseen).
Los escritos de Marx no brindan ninguna guía que explique el posible funcionamiento de su proyecto de democratizar la burocracia. Si acaso tenía un modelo en mente, parece acercarse a la democracia ateniense, donde los ciudadanos rotaban entre gobernantes y gobernados, por medio de sorteos en los que se elegía quiénes ocuparían las posiciones administrativas (un rasgo de la democracia antigua poco comprendido y prácticamente olvidado en el momento en que Marx escribía).
Es curioso que este elemento de la democracia ateniense parece estar resurgiendo hoy en la teoría democrática y en la práctica como una posibilidad para solucionar algunas de las fallas del sistema representativo. Por ejemplo, se discuten las Asambleas ciudadanas, grupos de gente elegidos al azar, que tienen la tarea de deliberar y hacer recomendaciones sobre políticas específicas o reformas constitucionales. En Irlanda se utilizaron asambleas ciudadanas para discutir las enmiendas constitucionales y en Columbia Británica y Ontario se apeló al mismo método en el diseño de las propuestas de reforma electoral. Existe una campaña para incluirla en las próximas convenciones constitucionales del Reino Unido.
Por otro lado, John McCormick, teórico político estadounidense, planteó un proyecto que busca implementar una forma moderna del tribuna plebeya romana. El cuerpo tendría cincuenta y un miembros, elegidos al azar entre la población general (dejando afuera al 10% más rico), y podría proponer leyes, iniciar consultas populares e impugnar autoridades públicas.
Este tipo de sorteo podría ser una forma de concretar algunas de las esperanzas de Marx en un sistema político donde los ciudadanos participen directamente de las tareas de gestión y gobierno.
Marx el demócrata
Marx siempre sostuvo que el gobierno representativo había implicado un progreso enorme frente a los regímenes absolutistas que reemplazó. Pero también disputaba su equivalencia total con la «democracia». En cambio, argumentaba que las transformaciones institucionales bosquejadas arriba generarían un sistema político con «instituciones realmente democráticas».
Según Marx, estas estructuras eran fundamentales a la hora de promover el socialismo en la esfera económica. Al mismo tiempo, creía que era un error muy serio pensar que los socialistas podrían simplemente tomar las instituciones estatales y girar el timón hacia el socialismo (un error en el que Marx admitía haber incurrido). «La clase obrera —escribió— no puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola en marcha para sus propios fines». Si el poder político estaba llamado a permanecer en manos del pueblo, entonces era necesario que la máquina estatal de las clases dominantes fuese desplazada por una máquina gubernamental de los trabajadores.
Esta sigue siendo una de las ideas políticas y constitucionales más importantes de Marx: la transformación económica radical debe ir de la mano de una transformación política radical. Olvidar la última debilita la primera.
En un momento en que el socialismo está resurgiendo lentamente, vale la pena estudiar con detenimiento las perspectivas de Marx sobre la democracia popular. La forma concreta que tomen sus propuestas dependerá de nosotros.
- Bruno Leipold é Profesor de Teoría Política en la London School of Economics and Political Science.
- Tradução: Valentín Huarte
- Publicação original: JACOBIN América Latina
Monumento a Karl Marx en Chemnitz, Alemania.
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